Para los que aún escuchan lo que digo.

Cuesta creer que hace dos meses sentía morir cada día de felicidad y ahora todo haya cambiado, de tal manera que desde que se esfumó no ha vuelto la calma que antes solía pasearse por aquí. Me mecía en sus brazos y recogía mis lágrimas con el dedo, se quedaba mirándome a los ojos cuando apenas podía aguantar las ganas de echarme a llorar. Siempre estaba ahí, como suele decirse, para lo bueno y para lo malo. Pero se ha ido. Lejos, tan lejos que ya ni le veo, que ya ni le siento y no puedo seguir caminando sin sentir que sus pasos acompañan los míos por quién sabe que calle perdida de quién sabe qué ciudad. Tanto me afectó que ni he encontrado todavía la inspiración para escribir algo que no suene demasiado drástico, deprimente, triste, demasiado nostálgico. No queda más que pensar que ya ha acabado el invierno y como un torrente de energía llegará la primavera, aunque me momento el cielo llore, quizás por mí, porque no fui capaz de superar un bache que yo misma me impuse, quizás sólo llore porque se ha estado conteniendo demasiado tiempo, como yo lo he hecho. Aún llegará el verano y yo seguiré creyendo en utopías, en que algún día volveré a tenerle como le tuve una vez. No sé lo que el futuro me depara, prefiero no pensarlo, que venga lo que tenga que venir aunque yo no esté dispuesta a sentarme a esperarlo. He sido incesante caminante entre las sombras y llego a la fase terminal, estoy distante ante mi estado anímico, pero esto es normal. He llegado hasta aquí, aunque ahora mismo no sepa ni dónde estoy, pero he conseguido salir a la luz a través del trabajo duro, el único credo real. Lo único que he hecho es dar forma a mi dolor, por eso hoy lees esto, si aún escuchas lo que desde aquí digo.